lunes, 17 de noviembre de 2008

Dinero

El dinero abre todas las puertas.
(Moliere)


En todos los tiempos, las mujeres han ido siempre hacia el dinero y hasta su último día, siempre estarán en venta. A pesar de lo que ellas digan, todo depende de la subasta.

Las mujeres no conservan más que unos pocos años su condición de productos de lujo, artículos de escaparate que no pueden serlo más que cuando carecen de toda preocupación económica.

Las grandes capitales como París, Nueva York, Londres y Berlín les quitan pronto sus ilusiones, si es que las tenían, a las grandes soñadoras venidas de provincias.

El que no pueda pagar coche, salidas, cenas y fines de semana no debe confiar en su encanto personal para pescar lubinas en el mar dorado de las bellas.

Las americanas que, sin duda alguna, son las mujeres más adelantadas del mundo, saben hace mucho tiempo que debían gozar de la situación más confortable posible en función del capital de su valor personal (físico, mental, y social). Y consideran que han llegado al éxito cuando su “fondo” de valor aritmético les da una posición de índice geométrico.

Además, la americana tiene, por sí misma, una posición que le permite gobernar sola y confortablemente su embarcación.

Nuestras europeas todavía no han llegado a esa meta. Y siguen soportando el dominio del hombre, pero las nuevas generaciones son tan sensibles a esta sujeción que se esfuerzan en abrirse paso a codazos para perforar el muro gris que tantas veces fue el único horizonte de sus madres.

La lucha es aún más encarnizada en lo más elevado de la escala, en el “Café-Society” y hasta en la “Alta Sociedad”.

¿Quién se atrevería a divulgar los datos e informes pedidos por esas tigresas hambrientas a las encargadas de los vestuarios de los establecimientos de gran lujo como el “Eléphant Blanc de París? Así se enteran “ellas” de las “llegadas”, de las “apariencias”, de las “generosidades” y de los “temperamentos”. Estos rincones discretos son su Bolsa de Valores.

¡Qué poder el del dinero!

Hay muy pocas Lhassa en el mundo para no sentirlo.

Por lo demás, nada anormal. Quien ha visto el desgaste prematuro de las mujeres de los obreros o de los labradores, no puede menos de admitir los rencores nacidos y crecidos entre la fregadera y el WC del patio.

En este mundo civilizado de salvajes, existen todavía muchachas que se extrañan de que un hombre les ofrezca algo.

Nos acordamos de dos morenitas de diecisiete años, con los zapatos gastados y el cuello dudoso, que habíamos invitado a una de las terrazas de los Campos Elíseos. Hacía casi una hora que estaban esperando a un chico y como no llegaba, no se atrevían a sentarse.

Muy tímidas, tomaron un chocolate temiendo acaso que fuera demasiado. Una de ellas, que tenía las uñas sucias, escondía sus manos debajo de un bolso de plástico, y la otra, muy nerviosa y maquillada con polvos en placas de color rosa, se arreglaba los labios, sirviéndose bastante mal de un lápiz barato. Sin embargo, tenía una boca muy bonita, pero el cosmético se le deshacía de puro seco.

--Tendría usted que usar Revlon.

Sentí de veras que se me hubiera escapado decirlo…”Revlon”, dijo ella pensativa, “es demasiado caro…”

Había una perfumería a dos pasos. Uno de nosotros se levantó y trajo un “Snow Peach” de marca americana.

--Tenga, dijo a la muchachita.

Sorprendida, miró el lápiz. “¿Es para mí?” dijo alarmada.

Corrió al lavabo y volvió radiante. Estaba muy hermosa.

Sí, usted, muchacha de aquel día, usted que vivía con una amiguita en una habitación de criada, su felicidad de aquel instante la hizo más hermosa que las más hermosas cotorras por quienes firman los hombres en casa de Cartier o de Balenciaga.

Del Libro: DM

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